domingo, 25 de marzo de 2012

Prostitutas por la crisis


Ha llegado ese momento terrible en el que Miriam abre la puerta: tiene que complacer a un hombre que no sabe cómo acaricia, mira o piensa. Cierra los ojos y se imagina a Brad Pitt. «Ufff... la primera vez no se olvida jamás». Desde enero la ha vuelto a abrir tres veces al día para obtener unos ingresos mensuales de 2.500 euros. La tercera parte se lo come el alquiler del piso de Vitoria donde vive después de un divorcio desastroso en Madrid. «Salí de estampida con lo puesto». Su ex se metió por la nariz el dinero de la empresa de congresos que levantó esta alavesa, el chalé y una vida dorada tan alejada de la opacidad actual. Miriam se conforma ahora con pulseras de baratillo y botas de plástico chino. Licenciada en Económicas y Empresariales, habla inglés, entiende el francés y se defiende en euskera. «Me salva que soy muy sexual e intento no pasarlo mal. He buscado por todas partes y me han ofrecido algún trabajo, pero el sueldo no me daba para vivir y mis posibles jefes me insinuaban que me contrataban como asistente personal para 'todo'. Hice cuentas y me decidí. Voy a darles lo que quieren, pero yo digo cuándo, cuánto y cómo. Soy emprendedora, pero no tonta. Ahorro para montar una empresa y acabar con esto».

Las cuentas de Miriam son parecidas a las de muchas españolas que tratan de escapar de la crisis alquilando su cama. Para la treintena de mujeres entrevistadas en este reportaje, también la moral es un asunto de tiempo. «Pago un alquiler de 800 euros, más unos 300 euros de gastos de mi hijo de 7 años... Pedí a la familia dinero, pero no podía abusar más. Nadie me ha ayudado con mi empresa. En estos tiempos malos hay abuso por todas partes, y más contra las mujeres. No siento vergüenza, sino rabia. Una rabia tremenda. Nadie sabe que hago esto».

Tan rotunda como su físico, esta mujer parece haber aprendido con soltura las mañas de la seducción. Carla, una viuda canaria con dos niños, trata de asimilarlas en un piso en Santander. De los hoteles no quiere saber nada «porque no sabes lo que te va a entrar». Como la inmensa mayoría de las prostitutas de la crisis, trabaja en una habitación alquilada donde comparte tabique con otras chicas. «Te da seguridad. Nosotras no somos profesionales. Nos cuesta dios y ayuda hacer esto. Pero es el único trabajo que he encontrado. Limpiaba juzgados y se acabó la contrata. No hay nada, nada. Ni siquiera ayudas. Mi familia piensa que cuido a una persona mayor. Hace dos meses que no veo a mis hijos y... te voy a cortar. Me da vergüenza hablar de ello».

Qué lejos quedan la sonrisa de Julia Roberts en Pretty Woman o Shirley MacLaine paseando con un caniche por París. La realidad no tiene el buen gusto del cine de Billy Wilder. Y ponerle números es arriesgado. Pero hay pistas evidentes de que Miriam y Carla no son una excepción. En Madrid detectaron hace ya un año un incremento importante de españolas que se prostituyen. La Obra Social de Caja Madrid y Médicos del Mundo atendieron a 214 compatriotas, un 14% más que el ejercicio anterior. La mayoría de ellas no habían cumplido los 35 y carecían de estudios.

La fundación Amaranta, dedicada a las mujeres en exclusión, se aventura a lanzar una estimación nacional. Aunque las extranjeras copan clubes, calles y rotondas, «las españolas se han hecho con un 30% del mercado de los pisos». En la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne (Anela) calculan que antes de la crisis apenas llegaban a un 1% las españolas. Hoy podrían suponer un 5%, incluso un 10%, «y sí puedo decir muy claro que el negocio en los clubes ha bajado un 50% y que han cerrado el 20% de los locales. Hay muchas más españolas en la prostitución encubierta. Se mueven en la privacidad de los pisos de citas donde es posible discriminar clientes. En un club puede entrar cualquiera de su pueblo a tomar una copa».

«Ni para el autobús»

Lo normal es hacer la maleta y moverte de ciudad para evitar sorpresas. Pero a veces «no ganas ni para el autobús». Anita habla semidesnuda y desamparada en la enorme cama de San Sebastián donde maltrabaja desde hace apenas un mes. Es rubia, delgada y pechugona. Aguantó cinco meses sin cobrar en la empresa de embutidos donde ha trabajado media vida. Al sexto empapeló Bilbao, su ciudad, con anuncios para limpiar, fregar, cuidar a niños y mayores. «Pero no sale nada. Tengo 37 años y un hijo. Estoy sola y cuando agoté el paro no tenía dinero ni para pagar el piso. Mis hermanos y padres andan muy justos. No podía seguir así y empecé a trabajar en esto. Nadie de mi entorno lo sabe. Piensan que trabajo en una casa».

Cuatro semanas quizás no sean demasiadas para ambientarse, pero Anita empieza ya a sentirse cómoda en esta Sodoma donde huele a Ambipur dulzón y las chicas «son majas. Les oigo hablar que han estado en clubes y que esto es mucho mejor. La dueña elige a los clientes. Pero yo vigilo siempre por la mirilla, no le vaya a conocer. Hay veces que paso 24 horas sin nada, pero algún día he llegado a hacer cuatro hombres. Soy la novedad».

Merche responde al teléfono con la naturalidad de cualquier madre malagueña. Nada que ver con el tono meloso de las 'otras', las profesionales. Fríe un batallón de croquetas para los dos adolescentes que llegarán en cuestión de minutos del instituto. «Esto lo hago para tener un ingreso extra. Pero llama más tarde, cuando me vuelva a quedar sola. Ni mi marido ni mis hijos saben esto. Piensan que cuido a una persona mayor».

El anciano que atendió durante años se murió hace tiempo. A la par, su marido se quedó en la calle. Les cortaron la luz, el agua y se acabó el pan. Tiempo atrás tuvo tienda, trabajó en algún bar, limpió oficinas, «pero ahora no me quieren en ningún sitio. Una amiga me dijo que mi marido pidiera comida en Cáritas. Antes de eso, saco el dinero de donde haga falta. Voy a un piso en el centro de Málaga, unas horas. Pago 800 euros al mes y gano limpios unos 1.700. Así vivimos desde hace tres años. Pero yo tengo 50 y no aguantaré mucho. Ojalá me saliera otro trabajo».

En su anuncio no hay una coma procaz. «Encantadora y sensual. Malagueña. Discreción». Es otro de los distintivos de estas mujeres. No se atreven, no les sale la obscenidad. De entrada dejan claro que son de aquí. Luego hablan de clase, discreción, dulzura, a lo sumo de «pechos espectaculares», en sus anuncios. La cita se cierra en el móvil. La mayoría tienen hijos, están muy solas y no han disfrutado de una juventud precisamente idílica.

El abuso o el maltrato salen por algún recodo de sus biografías, aunque ellas se empeñen en ver su actual profesión con grandes dosis de pragmatismo y disociada de su pasado. «Muchas de estas mujeres han sufrido shocks postraumáticos, situaciones dramáticas. Sus padres quizás han abusado de ellas, sus exparejas las han maltratado. No queremos ver el lado más oculto de la sociedad. La naturaleza es así: un estado de violencia contra las mujeres. La prostitución es otra fórmula de violencia contra las mujeres. Y probablemente se haya producido un aumento por la crisis. La cuestión está ahí, aunque no la queramos ver», denuncia Magdalena Suárez, del Instituto de Investigaciones Feministas.

Lydia Artigas, o señora Rius, una de las 'madames' más célebres del país, coincide en que la situación económica ha llevado a muchas españolas al catre, pero rechaza que sea una forma de violencia. Empezó «a hacer señores» a los 22 años para comer. Han pasado 50 y regenta una casa de citas en el Eixample «con cariño y corazón. Cuando entrevisto a las señoritas, todas españolas, a poder ser catalanas porque los señores así lo prefieren, les pongo una condición: deben tener ternura, el don de saber distraer con cariño. Si solo te ofreces de cintura para abajo no funciona».

18.000 millones al año

Su particular visión sobre el oficio le impide fichar a mujeres desesperadas. «Muchas de las señoritas de esta casa están casadas y tienen apuros económicos. Pero si les acompaña la amargura no valen para esto. Aquí el que tiene problemas es el señor». Y los ha tenido interesantes: Dalí, Cela, Orson Welles... «Yo me siento feliz, aunque vivamos en un mundo hipócrita. Si cotizáramos en nuestra profesión, saldríamos de la crisis».

La prostitución mueve 18.000 millones de euros al año. Es un redondeo a partir de informaciones policiales, que calculan que en nuestro país trabajan en el asunto 390.000 personas, de las que 370.000 son mujeres. La señora Rius no anda desencaminada con sus cálculos. Las últimas estadísticas del extinguido Ministerio de la Igualdad precisan que el negocio del sexo mueve un monto equivalente al 2% del PIB nacional.

Marisol, granadina y técnico de laboratorio, ha hecho las maletas este mismo fin de semana en Valladolid para regresar a casa. «He estado cuatro meses viviendo de las citas y nadie me ha obligado, salvo la falta de trabajo. En mi empresa hubo una reducción de plantilla y me tocó. Me fui a la hostelería, he limpiado, pero pagan fatal y ya no queda nada. Los clientes son más o menos pasables, no he tenido ningún susto. Pero lo dejo. Me agobio mucho. Al final en la vida todo tiene un precio».

Noelia, una pescadera en paro, sueña en una habitación de Barcelona con volver a vender verdeles y julias en su tierra. A Cristina, andaluza, le gustaría «regresar mañana mismo a la oficina», pero necesita dinero para las medicinas de su madre. «Cobro 90 euros la hora. Empecé dos meses, lo dejé, y he tenido que volver. Conozco a una chica veterinaria, a una enfermera, a una médico... Ninguna queremos, pero hay que comer, pagar el piso y en los anuncios de trabajo solo se piden señoritas. Es un poco triste, pero vamos tirando». Mal. Ellas prefieren omitirlo, pero las asociaciones que tratan de acceder a esta oscuridad hablan de precios por los suelos -15 euros un aquí te pillo- y de clientes vejatorios y exigentes.

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