lunes, 30 de abril de 2012

"Mujeres con valor" Artículo de Francisco Serra


En la plaza Sant Jaume, Barcelona, 26 de abril de 2012. Foto: Paula Rodríguez.
La exitosa manifestación del 26 de abril en Barcelona por el derecho a ejercer la prostitución en el espacio común y sobre todo su importante respaldo social invitan a seguir reflexionando sobre el valor del sexo y concretamente sobre su intercambio comercial realizado o al menos anunciado y contratado en espacios que pueden ser universalmente apropiados. ¿Porqué hablar de mujeres, porqué no de personas? Porque quizás importa todavía atender a unos aspectos del juego de representaciones específico de la prostitución femenina, es decir: de la promesa, hecha por personas que en ese momento se identifican como mujeres, de un goce del orden de lo sexual a cambio de dinero.
La mujer que se pone valor en virtud de los efectos sexuales que promete crea una relación particular con la visibilidad. Lo que promete le supone el marcaje de un territorio propio como apetecible por otro, y la acentuación de las formas físicas juega un papel central en esa cartografía a escala de 1:1. Las mujeres de la calle están ahí para ser vistas por todos y por todas, se ofrecen generosamente a la consumición visual, desde la distancia, como reclamo y promesa de una consumación en proximidad. La puta sabe que, antes aún de ser objeto de deseo, es sujeto de seducción: ella debe desviar al potencial cliente de su camino, o confirmar su gesto de desvío. Por eso se ofrece a la pulsión de ver que tiene el otro, se le descubre parcialmente pero de forma muy explícita, o así siente que debe hacerlo, exponiendo el colorido de sus frutos, los aromas que de ellos se desprenden. Permite que se descubran sus formas e incluso da a probar algún fruto, para que el otro vea lo maduro que está, o lo terso que es.
En el hombre, la acentuación física pasa a menudo por el resorte de una discreción estereotípica en la que todo es insinuación pasiva, todo está ahí para ser visto por quién lo busca: el perfil y los contornos de varias partes del cuerpo, registrados en gráficas expresiones -”marcar paquete”, “sacar pecho”-, la marca de agua de un deseo siempre activo, al menos de forma residual, en una mueca estudiada o en el borde del párpado inferior. El hombre de la calle se deja ver y buscar, espera un gesto para actuar desde los lugares comunes de un compañerismo demasiado solícito o un raro interés en los quehaceres del otro – como si se tratara de seducir desde el acercamiento psicológico más que del físico, que quedaría, en fin, más reprimido e invisibilizado. En cuanto a las posibilidades que ofrecen los espacios-escondite o no tan escondite del espacio público, la consumación de la compra-venta sexual entre dos hombres se cotiza a la baja respecto del mismo comercio entre mujer-puta y hombre-que-va-de-putas u hombre-putero. Esto sin hablar del estigma que sufriría una mujer-putera. Pero para entender el imbricado sistema de valores que se construye alrededor del comercio sexual, vale la pena recordar brevemente cuánto el aspecto financiero rodea el sexo.
La cercanía entre los significantes matrimonio y patrimonio es evidente, mientras la base de un acuerdo como el matrimonial, la confianza, comparte raíz etimológica con fianza y finanza, justamente. El inglés, que cuenta con un elocuente “intercourse” (intercambio, inter-curso) para nombrar a la relación sexual, mantiene también las expresiones “trade union” y “civil union”, dejando constancia de cuán cerca están un matrimonio de una empresa de import-export, con o sin las connotaciones sexuales que se quieran escuchar. A nivel morfológico, prostitución remite a la idea de exterioridad y, semánticamente, se entiende sucintamente como sexo de pago. Al nivel de prostitución retratado por Soderbergh en su mediometraje The Girlfriend Experience, se trataría de un amor de pago (fingido o no, ¿cuánto importa? ¿cuántos amores gratis no lo son?). Pero ¿qué significa el valor de una mujer de valor, una mujer que le pone valor, o precio, a eso que promete?
Como las diferenciaciones excluyentes casi siempre han resultado más llamativas que las afinidades complejas, se ha invertido sistemáticamente en el binarismo, que es la operación de limitar a dos el número de posibilidades respecto de alguna propiedad. Así se ha valorizado en cada idioma la existencia de dos nombres que permitan hipertrofiar y generalizar la diferencia genital, pero tampoco más de dos, de modo a garantizar la supervivencia de la especie; es decir: no la reproducción, no la diversidad, sino lo humano como especie, como animal domesticado cuya prioridad es consumir y reproducirse más que responsabilizarse por su lugar crítico en el ecosistema. Pero lo humano solo puede evitar ese lugar deshumanizándose, porque el lenguaje mismo lo ha situado ahí desde su nacimiento. El binarismo hombre-mujer, lejos de ser una marca de vitalidad y armonía, es un signo del estado infantil en qué nos encontramos. Preferimos lo simple, que nos hace ilusión, antes que las responsabilidades.
Además de preferir el binarismo, históricamente se da primacía a la exterioridad en detrimento de la interioridad, por lo que el sexo que tiene los genitales más hacia fuera le permite cosechar beneficios apropiados de forma injusta, en la medida en que esa atribución carece de valor real. El binarismo y el machismo han permitido hacer visibles unos tipos de prostitución y marcarlos con el estigma del pecado, la fealdad o la ilegalidad, e invisibilizar otros que han sido asimilados como ritos sociales impolutos, tales como invitar a cenar o a drogas alguien que es objeto de deseo, consciente o no. Insultos como hijoputa o hija de puta denotan la intención de quitarle valor a alguien mediante la insinuación de que ese es hijo de una mujer que procrea al igual que putea, y de que no conoce a su padre.
Profundizando un poco más en los aspectos que indican su depreciación, la puta, mujer que se hace pagar, también es muchas veces una mujer que se hace pegar, o en todo caso es un representante de esta ya que, en el imaginario dominante, la puta es la que le permite al hombre ir a buscar “fuera” lo que no encuentra “dentro”, en el matrimonio (como si ella mismo no fuera un espacio interior en préstamo, un cobijo). Ella permite realizar lo que le falta al hombre o lo que él siente como falta y cambia por una demanda. Ninguna mujer, nadie puede quitar esa falta, pero hay “una” mujer, la puta, que sí promete satisfacer esa demanda, contribuyendo a la estabilidad del sistema económico que es el matrimonio y a la necesidad que tienen los discursos morales, estéticos y legales de un chivo expiatorio. La puta es el opuesto de la virgen y la santa, la que se adorna con exceso o es demasiado deseable, la ilegal por excelencia.
Hablar del valor de la puta, como intento hacerlo aquí, supone ya una violencia en la medida en que se lo estoy atribuyendo extrínsecamente. A las putas no se les suele dejar hablar (es lo que dice literalmente Sandra, la puta, a Adrien, el médico, en la película Los testigos, de André Téchiné). Sin embargo, las voces que emergen van insinuando e incluso reafirmando un valor que es ese mismo de la visibilidad, pero una visibilidad propia, autogestionada. Las mujeres de valor no están ocupando nada que no sea ya suyo de pleno derecho: el espacio de una falta en el sistema, que coincide de forma intermitente, como un retal de feria, con un deseo del otro. No suelen pedir que se normalice una función que no es normalizable porque funciona precisamente al margen y necesita, para cumplirse, esa posición marginal, no demasiado iluminada, dónde lucir su promesa y poder cumplirla.
Multar y perseguir a las prostitutas, como casi todas las persecuciones, y castigarlas y expulsarlas de unos espacios que también son suyos, es un maltrato que va dirigido ante todo contra las sobras del deseo de las que uno mismo no sabe cómo deshacerse. Entonces se habla de limpiar las calles del mismo modo que en Polonia, Serbia, Siria y tantos otros países se pudo y se puede aún hablar de limpieza étnica. Pobre humanidad. Y sin embargo, ¡cuánto valor en las calles!

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